A orillas del Chagres: mi primer encuentro con la comunidad emberá
¿Alguna vez has llegado a un lugar desconocido y, sin embargo, has sentido que ya habías estado allí antes? Esa extraña sensación de familiaridad que desafía la lógica y la memoria tiene un nombre: déjà vu. Es un instante en el que el tiempo parece doblarse sobre sí mismo, conectando el presente con una vivencia que no logramos ubicar en nuestra línea temporal.

El pasado martes de carnaval, experimenté uno de los déjà vu más intensos de mi vida. Mi destino era una comunidad emberá a orillas del Canal de Panamá, un territorio que nunca antes había pisado, pero que, de alguna manera, sentía que ya conocía.
La jornada comenzó temprano, a las 9:00 a.m., cuando el grupo se reunió en la estación del metro de Panamá en Villa Zaita. Cuando llegué, ya estaba el guía turístico Juan Carlos y el resto del grupo, integrado por Nicole, Michele, Sara, Bret y Ricardo. Entramos a la farmacia más cercana y aproveché para comprar Agua del Carmen, un producto que mi mamá me daba en la infancia cuando tenía dolor de cabeza. Desde Villa Zaita hasta la entrada de la comunidad visitada hay un tramo de aproximadamente 45 minutos. Cuando llegamos, ya había personas listas para comenzar la gira con otros operadores turísticos. Lo cierto, y sin dudarlo, es que Juan Carlos y Ricardo son fuera de serie. Cada instante fue emocionante.
El camino se transformó rápidamente en un mosaico de verdes intensos, bañados por la luz dorada del sol matutino. Al llegar al punto de embarque, un grupo de emberás nos esperaba con sus canoas tradicionales mejor conocidas como piraguas. Subimos a una de ellas y, mientras el motor rugía suavemente, nos adentramos en el cauce del río. Me preguntaba cuál era la finalidad de un joven con un remo que no estaba fijado y, al poco tiempo, obtuve la respuesta. Si la marea del río Chagres está muy baja, se requiere de alguien que maniobre entre las grandes piedras sedimentarias en la desembocadura del río. Y es allí cuando el diestro Aquiles nos demostró por qué dirigía la maniobra: desde percatarse de mantener el balance de los pesos de los pasajeros hasta brindar su mano para la entrada o salida de la embarcación.

Con cada metro avanzado, la modernidad quedaba atrás y el mundo tomaba una forma distinta. Los árboles centenarios se inclinaban sobre el río, como ancianos sabios susurrando secretos al viento. Las aves como tucanes cantaban melodías desconocidas para mis oídos citadinos, y el aire, denso y fresco, traía consigo el aroma de la tierra húmeda. Fue en ese momento cuando lo sentí: el déjà vu.
Mi mente viajó a un recuerdo que no podía situar en mi historia. Era como si cada imagen, cada sonido y cada aroma ya hubieran sido parte de mi existencia, aunque jamás había estado allí. No era un simple sentimiento de reconocimiento, sino una conexión profunda con el espacio, con la historia viva de la comunidad emberá y con una versión de mí misma que, tal vez, existió en otra vida o en los sueños de mis ancestros y ancestras.
Mientras observaba los rostros relajados de las y los emberás, me puse a pensar en cuán afortunados son al vivir en un hábitat donde la naturaleza es la principal protagonista. Sus vidas, en armonía con el río, los árboles y los ciclos naturales, contrastaban con la velocidad y el ruido de la ciudad. La tranquilidad en sus expresiones me llevó a cuestionar: ¿Quiénes son realmente los privilegiados en este mundo?
Al llegar a la aldea, fuimos recibidos por un grupo de jóvenes emberá con sus faldas hechas en tela paruma y los hombres tocando flautas. Luego, el líder de la aldea nos dio una cordial bienvenida. Nos señaló que hay 60 personas que viven en la aldea y que, aunque hay intercambios biológicos con otros grupos étnicos, el producto de estos actos no permite que estas personas sean líderes o lideresas de la aldea. También nos relató una historia que generó gran indignación entre su pueblo: en el pasado, una persona de Colombia vendió al gobierno de Panamá un supuesto libro sobre vocablos emberá. Sin embargo, cuando el líder lo verificó, se dio cuenta de que las palabras en él contenidas no eran emberá. Este intento de distorsionar y comercializar su lengua sin su consentimiento dejó una cicatriz en la comunidad, reforzando la importancia de proteger su herencia cultural.
Luego de la presentación del líder, la joven Michelle nos ofreció una demostración sobre la cestería de fibra vegetal, como canastas, y cómo utilizan productos naturales para teñirlas. Michelle tiene 23 años y está estudiando contabilidad en una extensión universitaria ubicada en Tortí. Le toma cinco horas llegar allí y las clases las toma los fines de semana.

El almuerzo estuvo compuesto de tilapia cazada en el río y patacones, acompañados de frutas tropicales, donde la piña fue mi preferida. Posteriormente, vimos la lúcida presentación folclórica con tres coreografías, que se complementaron con la intervención de algunos asistentes. Como dijeron: “El que no bailaba, no regresaba a su casa“. Lo hice porque el tambor y la flauta susurraron en mis oídos: “Anda, ve y baila“.
Después de esta experiencia inmersiva, nos dirigimos a una hermosa cascada, cuyos chorros me dieron uno de los mejores masajes en mi espalda que he recibido en mi vida. Fue un cierre perfecto para una jornada que no solo fue un viaje en el espacio, sino también en el tiempo y en la memoria colectiva.

Este viaje fue una experiencia en la que la cultura e historia de los emberás se reveló de una manera espectacular. A través de sus relatos, sus bailes y su hospitalidad, pude sumergirme en un universo donde el pasado y el presente coexisten con armonía.
Al final del día, mientras regresaba a la ciudad, me pregunté: ¿Cuántas historias como esta han sido silenciadas o tergiversadas a lo largo del tiempo? ¿Cómo podemos, como sociedad, reconocer y valorar verdaderamente la diversidad cultural sin apropiarnos ni distorsionar sus voces?
La jornada terminó aproximadamente a las 4 p.m., y espero que se repita en otro lugar igualmente emocionante de Panamá.