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Rompiendo con la costumbre de ignorar lo propio

Rompiendo con la costumbre de ignorar lo propio

¿Alguna vez te ha pasado que nunca has visitado un lugar icónico de tu ciudad natal, mientras que personas foráneas viajan exclusivamente para conocerlo? Te cuento que finalmente rompí con esa costumbre una tarde del último viernes de mayo de 2025.


Estoy en el quinto piso de mi existencia y, hasta hace poco, nunca había ido al Café Coca Cola, fundado en 1875 y reconocido por la UNESCO como un Sitio del Patrimonio Mundial. Este reconocimiento se debe a que este emblemático local, ubicado en el barrio de Santa Ana —específicamente en la intersección con cinco esquinas—, ha sido durante décadas punto de encuentro de políticos, artistas, poetas, deportistas y celebridades. Es, además, el único café en el mundo que lleva el nombre de la famosa marca de refrescos.
Cuando llegué, fui recibida con una cálida bienvenida por parte de una mesera. Como estaba esperando que comenzara una función musical en las cercanías, le pregunté qué podía prepararse rápidamente. Me respondió, con amabilidad, que los emparedados eran una buena opción. A mi izquierda, había un joven que, por su inglés fluido, asumí que era extranjero. Estaba haciendo un pedido para llevar. Le pregunté si la comida era buena, y con unos ojos muy abiertos y una gran sonrisa me respondió que sí.
Opté entonces por pedir una Coca Cola. Me la sirvieron en botella. A diferencia de la versión estadounidense, en Panamá aún se produce localmente, y debo confesar que sabe mejor. Creo que el secreto de la Coca Cola sigue guardado celosamente en nuestro país.


Mientras degustaba mi Coca Cola panameña, observé cinco imágenes que ilustraban la evolución del café a través del tiempo. El lugar conserva mesas y sillas de madera, tiene plantas tropicales en su interior y, en lugar del ahora común código QR para acceder al menú, cuenta con un colorido folleto de seis páginas que comienza relatando la historia del Café Coca Cola.
Mientras leía esa primera página, me imaginé cuántas personas han estado en esa esquina, donde todavía se pueden apreciar las huellas de un tranvía que alguna vez formó parte del paisaje cotidiano de Santa Ana. Me estremecí al pensar que por aquí han pasado figuras históricas como Juan Pujol, conocido como Garbo —el espía doble de la Segunda Guerra Mundial—; el Che Guevara, en sus años de búsqueda y rebelión; Eva Perón, símbolo de lucha social; Pablo Neruda, el escritor chileno con sus versos cargados de amor y resistencia; Roberto “Mano de Piedra” Durán, orgullo del boxeo panameño y uno de los mejores pugilistas del mundo; el general Omar Torrijos Herrera, figura clave en la recuperación del Canal de Panamá; Julio Iglesias, con su voz internacional, al igual que Daniel Craig y Pierce Brosnan, famosos actores que alguna vez fueron James Bond.


Cada uno de estas personalidades, de alguna manera, fueron parte de la esencia de este lugar. Quizás se sentaron donde yo estaba sentada, quizás tomaron una Coca Cola fría como la mía, quizás también buscaron un momento de pausa en medio del trajín de sus vidas.
Pensé en el contraste de mi tardía visita con la cantidad de turistas que llegan con el deseo firme de experimentar esta historia viva. Me sentí parte y testigo de algo más grande: de un legado que no necesita ostentación para ser extraordinario. Aquí, entre madera, historia y hospitalidad, comprendí que los lugares también guardan memoria —una memoria que no solo se lee en las placas o en los menús ilustrados, sino que se respira, se escucha, se bebe.


Y así, en aquella tarde de mayo, mientras el sol comenzaba a cederle el paso a la noche, supe que había hecho algo más que visitar un café. Había reconectado con mi ciudad, con su historia, y con una parte de mí que también había esperado ser descubierta.
En un mundo que corre tras lo nuevo, lo extranjero y lo lejano, a menudo olvidamos que lo verdaderamente valioso también está cerca. El patrimonio no solo se mide en ladrillos antiguos o nombres ilustres, sino en las emociones que despiertan los lugares que nos han visto crecer como sociedad. Visitar, preservar y narrar esos espacios es una forma de resistencia y también de amor.
Hoy, más que nunca, es urgente cuidar lo que somos, lo que nos ha formado la sociedad panameña, y lo que deseamos que también inspire a las generaciones futuras.

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